No soporto ir cebolla. Llegar a algún lugar climatizado hecho una bola de trapos por culpa del frío y tener que apresurarme a soltar lastre a riesgo de morir de un shock térmico. Ciertamente, siento que pierdo libertad de movimientos con tanto abrigo encima. Es como que el frío te roba la personalidad, sepultándola bajo una capa de poliéster. De todas formas, aunque el calor a mí no me afecte demasiado negativamente, sí percibo que a la mayoría no les conviene. En verano la masa se vuelve agresiva y parece como que decaen sus facultades intelectuales (para muestra: canciones del verano, actitudes chulescas y barriobajeras, fotos cutres de los piececitos en Instagram), por lo que tampoco es que me sienta muy cómodo en esa situación. Lo ideal para mí sería veroño o primavera eternos: nunca con demasiado calor -o desencadenándose tormentas en esos días para mantener a raya a los depredadores urbanos- y sin que el frío me obligue a parecer que estoy protagonizando la última película cursi navideña de familias felices con gorro y cara pálida de compras por las calles neoyorquinas. Vamos, que el frío es una cuestión de comodidad y el calor de convivencia. Qué tensión el verse ante tan peliagudo dilema.